Estoy perdida en “In the end”
de Black Veil Brides y distraída haciéndome una trencita en mi pelo
de fuego, por lo que no oigo nada. Cuando mis ojos la ven, ya es
demasiado tarde.
He muerto.
¿Queréis saber lo que pasó?
Bien, os lo contaré.
Para empezar, me llamaba Christina.
Tenía dieciséis años, el pelo rojo como el fuego, ojos verde
esmeralda, altura media, ni gorda ni en los huesos. La gente me solía
decir que era preciosa, pero yo odiaba las incontables pecas que
salpicaban mi cara, aunque he de reconocer que me gustaban mis ojos y
el color de mi pelo. Eran diferentes a los que se suelen ver, y eso
me gustaba. No por el hecho de destacar, si no por el de ser única.
Me gustaba serlo. Aunque eso implicaba ser rara, que lo era. La gente
me lo solía decir, y, aunque intentaran ofenderme, yo siempre me lo
tomé como un cumplido. Me gustaba. Era optimista, alegre, borde,
loca, bipolar, estúpida, enamoradiza... en resumen: adolescente.
Mis tres mejores amigos son, o,
mejor dicho, eran: Josh, moreno, de ojos azul intenso, alto y
atractivo, activo, entrañable.
Claudia: Morena, ojos grises,
también alta. Ella y Josh están saliendo. Espero que durante mi
“accidente” no hayan cortado, hacen muy buena pareja. Pero cuando
se ponían en plan “caramelito” eran insoportables.
Y después está Alex. Estoy loca
por él. O estaba. ¿Se puede estar enamorada cuando estás muerta?
Bueno, ahora eso no importa, tengo una eternidad por delante para
averiguarlo. Es alto, con el pelo marrón, ojos verdes, inteligente,
cariñoso, divertido, simpático, respetuoso... Clau y Josh decían
que parecíamos novios. Muchas veces nos abrazábamos, nos cogíamos
de la mano... Incluso me puso un mote cariñoso, “enana”. Ojalá
lo hubiéramos sido. Llevaba enamorada de él como tres años, pero
estaba segura de que para él solo era una amiga. Estaba.
Todo empezó a principios de curso.
Estábamos hablando, y decidimos ahorrar para tomarnos las vacaciones
de nuestras vidas cuando llegara el verano, los cuatro, y así lo
hicimos. Todos tuvimos que renunciar a muchas cosas para ese viaje,
pero valía la pena. Cuando por fin llegó el día, alquilamos un
taxi que nos llevó hasta la casa. Era enorme, aislada, y parecía
que estaba abandonada.
El primer día fue fabuloso. Nos
bañamos en una playa cercana, paseamos, incluso vimos una película
de miedo... Clau y Josh se estaban besando, y Alex y yo estábamos
abrazados. Era perfecto, gastábamos bromas, nos reíamos, nos
asustábamos, nos abrazábamos...
Esa noche tardé más que nadie en
dormirme. Al día siguiente, como yo no me quería levantar, se
fueron los tres a dar un paseo dejándome sola en la casa. Y ahí fue
donde, en verdad, empezó todo.
Sobre las doce del mediodía, salí
al jardín. Estaba en twitter y escuchando música con mi
pequeño ordenador portátil, cuando apareció una niña. Era
pequeña, rubia, de ojos azules, y tendría sobre unos seis años. Le
sonreí y le dije:
-Hola princesita, ¿te has perdido?
Ella, como toda respuesta, empezó
a tararear una canción.
“Ding,
dong, suenan las campanas en un rincón.
Ding,
dang, despiertan a las almas perdidas.
«¿Quién
anda ahí» «¿Quién anda ahí?»
Ten
cuidado, ahora vienen a por ti.”
Me pareció una canción bastante
siniestra para una niña de seis años, pero no le di importancia.
Acto seguido, la niña empezó a correr en dirección contraria de
donde había venido y a reír. Pensé que si estaba tan feliz y
despreocupada, no se habría perdido y sus padres estaban cerca.
Después de desayunar, salí a dar
un paseo, cuando me encontré a otra niña. Ésta era morena, y tenía
el iris de los ojos negros como el carbón, no se le distinguían de
la pupila. Volvió a cantar la misma cancioncilla que la otra
niña.
-¿Eres amiga de una niña rubia,
cariño?- Le pregunté. Ella, se fue como la otra, corriendo y
riendo. Me encogí de hombros, estarían gastando bromas a la gente
que encontraran.
Al cabo de un rato, oí otra voz
infantil cantando la misma canción. Me harté, y, sin siquiera
volverme, dije:
-Niña, ¿es que tus padres no te
han enseñado modales?
Al no obtener respuesta, me giré,
pensando que se habría ido. Pero no, allí seguía, una niña
pálida, con el pelo negro como el carbón y un vestido como el ala
de un cuervo. Al mirarla a los ojos, se los vi completamente negros,
como dos pozos sin fondo. Se me heló la sangre, sentía como mi cara
iba perdiendo el color. No era una niña, eso no podía ser una niña.
Entonces lo comprendí: tenía que huir. Salí corriendo todo lo
deprisa que pude. Sentía la risa de la “niña” detrás de mi.
¿Cómo era posible que corriera tan rápido?
El bosque era cada vez más espeso.
Giraba sin parar, con la esperanza de que la niña me perdiera la
pista. Pero no lo hizo.
Estaba convencida de que iba a
morir. Entonces, me encontré frente a un precipicio. Estuve a punto
de caer, mi vida pasó ante mis ojos en un segundo. Me giré. Ahí
estaba la niña, riendo. No se ni cómo ni por qué, pero salté.
Caía. Sentía un hueco en el
estómago, el viento empujando mi pelo ferozmente, la muerte
susurrándome al oído, abrazándome. Cerré los ojos, y esperé.
Intenté tomármelo como una aventura, pero un miedo aterrador me
invadía. Iba a morir. Iba a morir. Iba a morir....
Un golpe. Un crack en la cabeza.
Falta de aire. Todo se volvía negro. Estaba muriendo...
Oía voces lejanas. Decían mi
nombre. Gritaban. Lloraban. Intenté abrir los ojos, sin éxito.
Intente hablar, pero solo emití un débil gemido. Eso bastó para
acallar a las voces. Una de ellas, susurró:
-¿Chris?
Era Alex. ¡Alex! Estaba vivo. No
le había pasado nada. ¿Y Clau y Josh? Sí, les oía. También
estaban vivos. Sonreí.
-¡Chris!- Volvió a repetir Alex,
más alto. Abrí los ojos. Estaba llorando. Volví a intentar hablar,
pero no lo conseguí. Josh y Clau lanzaron exclamaciones de alegría.
Conseguí emitir una risa floja, casi imperceptible.
-¿Estás bien, enana?- Me preguntó
Alex. Asentí débilmente. Él río de alivio. Se alegraba por mi, y
eso me hacía muy feliz. Aunque eso era obvio, ¿no? Claro que se
alegraba, era uno de mis mejores amigos.
Clau me trajo un vaso de agua
mientras Josh y Alex me ayudaban a incorporarme.
-¿Qué ha pasado?- Me preguntó
Clau con su típico tono de mamá preocupada. Como no me apetecía
hablar (tampoco sabía si podía) y me dolía la cabeza, le miré
exagerando una carita de cachorrito. Ella rió.
-De acuerdo, de momento nada de
preguntas, pero deja de poner esa cara, que pareces un perro
abandonado.
Sonreí. Ella siempre conseguía
sacarme una sonrisa. Me bebí el agua y me dormí.
Cuando desperté, atardecía.
Estaba mareada, pero mejor. Me levanté y fui al salón. Solo estaba
Alex.
-Hola- saludé. Al verme, sonrío.
Me senté a su lado, en el sofá. Estaba viendo una película. Tras
un momento de silencio, me preguntó:
-Enana, ¿qué pasó?
No sabía que responder. Ni
siquiera sabía lo que había pasado. Y si le contaba lo que
recordaba, no me creería.
-No me acuerdo- mentí.- Solo
recuerdo un fuerte golpe en la cabeza.
-Bueno, ¿estás bien?
-Sí, creo.
Y así seguimos hablando, horas y
horas. Aproveché que la película era de miedo para acercarme a él.
Estábamos tan cerca... Oía su corazón, sentía su respiración.
Era maravilloso.
Cuando acabó la película, todo se
quedó en silencio. Alex me susurró al oído:
-Estaba tan preocupado... pensaba
que te iba a perder para siempre.- Me pilló completamente por
sorpresa. ¿Qué le iba a contestar? El corazón me iba demasiado
deprisa como para pensar con claridad. Al final, las palabras
salieron sin permiso de mi boca. Unas palabras que llevaba años
queriendo decirle. Eran tan sencillas, y, a la vez, tan complicadas
de decir...
-Te quiero.
Nos miramos a los ojos. No sé como
pasó, pero nunca lo olvidaré. Nos besamos. Fue el mejor momento de
mi vida. Después de eso, no hablamos durante un rato, nos limitamos
a seguir acurrucados el uno en el otro, viendo la tele. En ese
momento no podía estar más feliz. Al final, me volví a quedar
dormida entre sus brazos.
Estaba fuera, leyendo El Nombre
del Viento cuando la vi. La misma niña rubia. La canción atacó
a mi mente:
“Ding,
dong, suenan las campanas en un rincón.
Ding,
dang, despiertan a las almas perdidas.
«¿Quién
anda ahí» «¿Quién anda ahí?»
Ten
cuidado, ahora vienen a por ti.”
Palidecí.
-¿Qué pasa?- Me preguntó la
niña. Retrocedí. Ella se acercó más- Me llamo Hannah, ¿y tú?
De repente, la idea de haberme
quedado inconsciente y haberlo soñado todo empezó a tomar forma en
mi mente. Decidí contestarle.
-Eh... Christina, me llamo
Christina.
-Bonito nombre- sonrió.
-Gracias.
Estaba confusa. ¿Qué debía
hacer? Entonces, Hannah cantó la canción.
“Ding,
dong, suenan las campanas en un rincón.”
Se me heló la sangre.
“Ding,
dang, despiertan a las almas perdidas.”
Empecé a notar un sudor frío.
“«¿Quién
anda ahí» «¿Quién anda ahí?»”
Corrí todo lo que pude.
“Ten
cuidado, ahora vienen a por ti.”
Me tropecé. Caí. Su risa me
perseguía. La vi. Estaba pálida. Tenía el pelo como el carbón. Un
vestido como el ala de un cuervo. Sus ojos eran profundos pozos sin
fin.
-¿Hannah?- Murmuré.- ¿Dónde has
aprendido esa canción?
No respondía, solo se acercaba
riendo. Se difuminaba. Cambiaba de color. Cuando me alcanzó, solo
era una oscura sombra de ojos brillantes color rubí, que lloraba.
Lloraba como si fuera un alma en pena, un alma perdida. Condenada a
vagar eternamente entre los dos mundos, con sed de venganza. Y
dispuesta a cumplirla.
Desperté empapada en sudor. Solo
había sido una pesadilla. Reí. Estaba viva.
Intenté volver a dormirme, pero no
lo conseguí. Cuando me rendí, cogí mi iPod y puse música
aleatoria.
Estaba perdida en “In
the end” de Black Veil Brides y distraída haciéndome una trencita
en mi pelo de fuego, por lo que no oí nada. Cuando la vi, ya era
demasiado tarde. Hannah. No había sido una pesadilla.
Estoy muerta.
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