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martes, 30 de abril de 2013

Lo que Dios No Entiende: Segunda parte.

Iba hacia el instituto con la cabeza gacha. Había dudado mucho entre si ir o no, al final decidí ir. Grave error. Las primeras dos horas fueron las típicas: me senté sola y en primera fila. Pero, cuando llegó la hora del recreo, Daniel no dudó en vengarse.
  Fui al aseo cuando me tiraron encima un café. Pero no estaba vacío, como esperaba. Daniel y un amigo suyo ya estaban allí, esperándome. Intenté salir, pero otro chico que no había visto me lo impidió cerrando la puerta. Me puse en tensión, el corazón me iba a cien. ¿Qué iba a hacer? Otra vez, las leyes de Dios me impedían actuar. Ya me estaba cansando de las leyes de Dios.
  Daniel y sus dos amigos empezaron a acercarse. El que había cerrado la puerta me agarró por los hombros  impidiéndome huir; Rubén, el otro amigo de Daniel, me golpeó con el puño en la barriga, robándome la respiración. Después, Daniel me pegó en la mandíbula. Me las apañé para que la sangre le salpicara en la cara, por lo que me retorció la muñeca izquierda hasta que se rompió con un crujido. Un dolor feroz recorrió mi brazo y llegó hasta mi boca, saliendo por ella en forma de un potente grito involuntario. Rubén me volvió a pegar en la barriga para hacerme callar. El dolor era insoportable, no podía seguir soportando aquello. Tenía que actuar.
  Y lo hice.
  Le pegué un codazo con todas mis fuerzas al chico que me estaba sujetando (no sé como se llama). Como le pillé desprevenido, me soltó. Después, le di una patada en la entrepierna a Rubén. Sentía el fuego tras mi ojos, me imaginaba el color rojo intenso que debían presentar. El color de la sangre.
  Miré a Daniel a los ojos, me veía reflejada en ellos. Los míos ya no eran azul humano, sino que el iris y la pupila eran completamente rojos, y el blanco se había tornado negro. Mi pelo, que ahora estaba por los hombros, era más largo por los dos lados delanteros que por detrás, del color del carbón intenso; y de mi espalda brotaban dos enormes alas negras. Mi mano derecha sujetaba un arco y la izquierda un carcaj lleno de flechas. Ya no llevaba la ropa de antes; esta había sido sustituida por una armadura demoníaca. Era como una malla de cuerpo entero negra, con un único trazo rojo intenso que envolvía los brazos y el cuello y resplandecía levemente; en la zona en la que debía estar en corazón, había un rubí esculpido. La estrella satánica relucía bajo mis pies. Con una voz profunda y gutural, anuncié:
-Estúpidos mortales, la próxima vez que os vea juro os mataré.
  Y desaparecí.

  Había recuperado mi aspecto normal, pero mi alma seguía ardiendo.
  Quería vengarme, tenía que vengarme. Pero, ¿de quién? De los mortales no, ya lo había hecho con tres y no había servido de nada, además, solo son mortales. Sería una pérdida de tiempo.
  Podría vengarme de Satanás. Al fin y al cabo, el tenía que tener la culpa de todo eso, ¿no? El hace todo lo malo y cruel. Pero algo dentro de mi me impedía hacerlo, y, aunque desconocía lo que era, le obedecí.
  ¿De mi? Podría haberme vengado de mi misma por ser tan ingenua, por no haber sabido hacer lo correcto para que esto no pasara, por no haber huido a tiempo. Pero no.
  Entonces, ¿de quién? Esa pregunta me rondó en la cabeza durante un buen rato mientras daba vueltas y vueltas por la calle. Al cabo de una media hora, encontré una respuesta: Nadie. ¿Por qué me iba a vengar de alguien más? La venganza en una tontería infantil, inútil e innecesaria. Solo sirve para herir a gente ignorante sin autoestima ni metas en esta vida que se entretienen intentando derrumbar a la gente que valen su peso en oro, o que directamente no tienen precio. Inútil, es totalmente inútil, pérdida de tiempo. Pero por otro lado es tan tentador... Es un placer infantil muy tentador. Demasiado.
  Pensé en el punto flojo de Dios. No sé por qué es suyo, simplemente lo hice. Lo encontré en menos de un segundo: los humanos. Bien, ¿qué podría hacerles? No quería hacerles sufrir, ellos no tenían culpa de nada. Pero entonces, ¿qué? Esta pregunta me tubo horas pensando y dando vueltas.
  Cuando me quise dar cuenta, ya era de madrugada. No había notado del paso del tiempo, y ni el cansancio, ni el sueño, ni la sed me habían advertido, pues era un ángel y esas cosas no me afectaban.
  De repente, encontré la respuesta.
  Sonreí, cargué el arco y apunté.
  Dos chicas. Disparé.
  Casi podía sentir la rabia de Dios explotar por lo que acababa de hacer. Solté una carcajada amarga: había vivido engañada toda mi vida., encerrada tras una oscura mentira. Y ahora me daba cuenta.
  Dios no le desea el bien a los humanos: solo quiere que su creación se expanda porque piensa que es perfecta y suya. Se colma de sus plegarias, sus sacrificios y sus alabanzas, se crece, se cree invencible, todopoderoso. No le importa a quien amen o a quien odien; por eso envió a su hijo a la Tierra, para convencernos de que nos teníamos que amar los unos a los otros pasara lo que pasase, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, nos debíamos enamorar de alguien de nuestro mismo sexo. ¿Y dónde está ahí la verdadera felicidad? En ninguna parte. Eso, es vivir tras una cruel mentira creada por Dios y difundida por la sociedad. Por eso la balanza se ha ido desequilibrando poco a poco, porque cuando la gente es infeliz hace infelices a los demás, es un defecto humano.
  Vi como las chicas se besaban. Ya no estaban tras la mentira, ya eran felices. Sonreí, pero de verdad, y corrí. Corrí hasta que llegué a un hermoso lago, donde había dos amigos riendo. Y, como soy la encargada del amor universal, podía notar lo que habían sufrido los dos por amor. Volví a apuntar, y disparé.
  Esto lo hacía por tres cosas: por venganza a Dios, por ver si le podía abrir los ojos a él y al mundo, y por la felicidad de los mortales. Sonreía, al fin estaba cumpliendo mi misión. Por fin me sentía realizada. Pero, entonces, pasó.
  Un enorme agujero se abrió en el suelo, bajo mis pies, y caí. Agité las alas desesperadamente, en un vano intento de mantenerme a flote, pero ya  no estaban, habían desaparecido. Aun así, al caer no noté demasiado el daño. Estaba demasiado preocupada y tenía demasiada adrenalina en el cuerpo como para preocuparme por eso.
  Me levanté y miré a mi alrededor. Era todo muy extraño y confuso; había formas cambiantes, extrañas y oscuras a mi alrededor. Eran como sombras negras con ojos brillantes como rubís bañados en sangre.
  Sentí frío y humedad. Tiré aire por la boca, y salió vaho; ahí abajo hacía demasiado frío. Cuando salí de la impresión, advertí el sonido del agua y los pies especialmente húmedos. Miré hacia abajo; estaba de pie sobre una corriente de agua con apenas unos centímetros de profundidad. Y bien, ¿qué iba a hacer? Estaba perdida, helada, y rodeada de sombras que harían llorar a la persona más valiente del mundo. Pero yo era un ángel, simplemente estaba asustada. Empecé a caminar. Sentía como las sombras me observaban fijamente, sentía sus ojos atravesándome el cuerpo. Y, por primera vez en mi eterna vida, me sentí sola de verdad.
  Antes siempre había contado con la ayuda de Dios, incluso cuando le hacía enfurecer, cuando me vengaba de él. Incluso en el instituto, pensaba que todo eso pasaba por una razón, tal ver por haber intentado ser popular para que me invitaran ha fiestas y ahí enamorar a adolescentes, tal vez por no haberlo conseguido. Lo pensaba a menudo, me consolaba pensar de Dios solo intentaba ayudarme a cambiar y a hacer lo correcto. Pero en ese mismo instante me di cuenta de que no era así, de que Dios nunca me había ayudado. Me había creado, y me había abandonado. Así de simple.
  Estaba abstraída en mis pensamientos cuando al frío me recorrió la espalda, haciendo que parara en seco. Intenté dar una bocanada de aire, pero mis pulmones no reaccionaban. Sentía que todos y cada uno de mi huesos se iban a romper en miles de pequeños trozos; sentía que la sangre ya no circulaba por mi cuerpo.
  Sentí a mi corazón entallar, literalmente.
  Pero no morí. No podía morir, aunque no fuera un ángel. Aunque nunca lo hubiera sido.

  Vi mi cuerpo mortal tendido en el suelo, desde arriba. Era como una enorme muñeca de trapo, inerte, sin vida. Me estremecí. Si es que una sombra se puede estremecer.
  Cada vez subía más y más, pero, en vez de llegar a la Tierra otra vez, llegué a un sitio donde no había nada, solamente luces cambiantes que pasaban constantemente del negro al blanco, y del blanco al negro. Y ahí me detuve. Una voz profunda y gutural que me envolvió, salida de ninguna parte pero de todas a la vez, recitó:
-Espíritu Cupido: Encargada del amor universal. Hija de Dios y de Satán. Acusada de infringir las ordenes de su legítimo señor y de alterar la naturaleza mortal. ¿Tiene algo que decir en su defensa, Espíritu Cupido?
¿Qué era aquello? No entendía nada. ¿Eso era un juicio? ¿Y yo era la acusada? Pero, lo que más me había marcado era "Hija de Dios y de Satán". No era un ángel. No era un demonio. Simplemente, era un espíritu.
  Intenté concentrarme, ¿qué debía hacer? No había hecho nada. Repasé mis acusaciones: infringir las órdenes de mi legítimo señor y alterar la naturaleza mortal. Claro. Tras meditar unos rápidos segundos lo que iba a decir, hablé:
-Me temo que mi acusador está equivocado en varias cosas, señor -no se porqué dije eso, era una voz incorpórea, sin género-. En primer lugar, no soy hija de nadie, sino una creación involuntaria, nacida de la fusión de fuerzas entre el bien y el mal, salida de las entrañas del origen de todo, de la perfección y del error,  de la creación y la destrucción, del universo. En segundo lugar, soy un espíritu libre, no tengo amo ni señor, no acato las órdenes de nadie. Y, por último, no he alterado la naturaleza mortal, simplemente he hecho que florezca y evolucione para que se muestre en su máximo esplendor de justicia, igualdad y felicidad.
  Guardé silencio. Si hubiera tenido corazón, estoy segura de que se me habría salido del pecho. Entonces, el juez salió a la luz, era La Muerte. La Muerte. El juez más importante del Submundo. Tenía la sensación de haberle visto antes, pero eso era imposible, nunca me lo había encontrado... ¿verdad? Estaba huesudo, no tenía rostro, y unas enormes alas plateadas, flacas y desplumadas se agitaban lentamente tras él. Era... aterrador, espeluznante, asombroso, indescriptible. Miré fijamente las cuencas donde deberían estar sus ojos. Y un único pensamiento se apoderó de mi mente al recordar de que le conocía: «hermano».

3 comentarios:

  1. Es simplemente genial, tienes mucho futuro ^^

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    1. ¡Muchísimas gracias! Me apoyas muchísimo <3 Y no te infravalores, tu también escribes genial, tus historias me entretienen un montón.

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  2. "El publico enloquece, se levantan de sus asientos gritan eufóricos: Rue, Rue, Rue...."

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