Vistas de página en total

viernes, 5 de abril de 2013

Los Secretos de las Nubes: Segunda Parte


No puedo parar de mirar por la ventanilla, no hay nubes y las vistas son espectaculares. Dianne y yo no paramos de hablar en todo el trayecto sobre lo que vamos a hacer en cuanto lleguemos a Francia. Entre una cosa y otra, antes de que me de cuenta estamos aterrizando.
Cuando el avión aterriza, vamos al aeropuerto y cogemos nuestras maletas.
Una vez en la calle, no puedo permitirme parpadear: es todo impresionante, precioso. Necesito empaparme de todo aquello, no olvidarlo jamás. Estoy en París. Siento que una lágrima me recorre la mejilla de pura emoción.
Cuando me quiero dar cuenta, Dianne ya está sacando fotos; no puedo esperar a imitarla.
Sacamos fotos y más fotos, damos vueltas y más vueltas, nos perdemos, tenemos que preguntar la dirección unas cuatro veces. Al cabo de dos horas, llegamos al hotel.
Nos alojamos en la cuarta planta, la última. Nuestro cuarto se compone de una pequeña cocina, el salón, un cuarto de baño, dos habitaciones y una pequeña terraza con vistas asombrosas. Yo elijo una habitación con dos enormes ventanas y un pequeño balcón, que están en el extremo derecho de la habitación. Al extremo izquierdo, hay una cama, y, entre la cama y las ventanas, una gran estantería vacía. Enfrente de esta, en la otra pared, hay un escritorio; al lado, un armario.
Guardo mis cosas rápidamente y salgo a buscar a Dianne, que está en el salón cotilleando todo.
-Oye fea, ¿nos vamos a algún restaurante?- Le pregunto con cariño.
-Si por favor, estoy muerta de hambre.
Cogemos dinero y vamos dando vueltas hasta que encontramos un restaurante que tiene buena pinta. Se llama Fleur de Minuit «Flor de Medianoche». Es un buffet libre y todo tiene una pinta estupenda. Cojo un poco de pan, una extraña carne a la canela y gambas al ajillo. Riquísimo.
Como yo nunca he sido de comer mucho y esa carne llena de verdad, no cojo segundo plato, directamente fruta y un helado. Cuando estoy volviendo a la mesa con la tarrina de helado, un chico se choca conmigo y me lo tira encima, ensuciándome toda la camisa.
-¡Mierda!- Exclamo.
-Le pardon!- Se disculpa él.
-Podrías tener más cuidado- le espeto, olvidándome de que estoy en Francia, y no en España.
-Perdón- repite, esta vez en español, pero con un marcado acento francés.- ¿Puedo invitarte a algo para que me perdones?
Por encima del hombro del desconocido, veo a Dianne diciéndome que diga que si. Me esfuerzo por contener la risa.
-Bueno- digo- solo porque hoy estoy de bueno humor. El chico me sonríe. Tiene un rebelde pelo negro, los ojos color miel y una piel pálida. Es alto, me saca un palmo.
-Gracias.
Me acompaña hasta la mesa, donde Dianne me espera, sonriente. Los tres nos vamos al hotel.

-Enseguida bajo- digo cuando llegamos.
Subo y me pongo la primera camiseta que encuentro, blanca y sencilla, pero bonita.
Bajo y ahí están Dianne y el chico, charlando.
Ahora que caigo, no se como se llama.
-Ya estoy- digo. Me giro hacia el chico- Me llamo Ana, ¿y tú?
-Yo soy Joe.
-Encantada- le sonrío.
-Igualmente- me devuelve la sonrisa.
-Me tengo que ir- dice de improvisto Dianne.- Tengo cosas que hacer, lo siento.
Sé que no tiene nada que hacer, pero lo dice para dejarnos solos a Joe y a mi. No sé por qué, pero no intento retenerla.
-Adiós- me despido.
-Adiós- Joe también se despide.
-Hasta luego- dice Dianne, y se va.
Cuando ya se ha ido, Joe me pregunta:
-Y, bueno, ¿te apetece hacer algo?
-Me gustaría visitar un poco la ciudad, acabo de llegar.
-Perfecto, ¿cuánto tempo estarás aquí?
-No lo sé, más o menos un mes. También queremos visitar Roma y Pisa.
-Vaya, ¿solo podré disfrutar de tu compañía un mes?
Me sonrojo y le sonrío, eso no me lo esperaba.
-Venga, no digas tonterías,- le digo- me acabas de conocer.
-Pero sé reconocer a una buena mujer cuando la veo.
Se me acelera el corazón. ¿Por qué? No me gusta.
-¿Quieres ir a la Torre Eiffel? Se puede ir andando, en metro, en autobús o en taxi, ¿qué prefieres? Yo invito.
-¿Cuándo se tarda andando?
-Una hora y diez minutos, pero se da un bonito paseo. En autobús se tardan cuarenta minutos aproximadamente, en metro media hora, y en taxi unos veinte minutos. ¿Qué te apetece?
-No quiero hacerte pagar, ¿un paseo?
-Estaba deseando que dijeras eso. Así pasaré más tiempo contigo.
Le sonrío. Es tan adorable... pero no me fío. ¿Por qué me dice eso, si me acaba de conocer? Aunque tal vez solo esté siendo amable. Sí, será eso. A veces soy demasiado desconfiada.
Me guía por una calle grande y luminosa, rebosante de gente.
-¿Cuándo aprendiste español?- Le pregunto.
-Quería viajar a España y me apunté a unas clases. Aún espero el viaje.
-Vaya, pensarás que ha sido una pérdida de tiempo, ¿no?
-No, para nada. Me gusta aprender, y el idioma es precioso.
-Gracias. A mi también me gusta el francés.
-¿Cuándo lo aprendiste?
-Llevo unos años estudiando-digo– solo para este viaje.
-Te hacía mucha ilusión venir, ¿verdad?
Asiento.
-Es mi sueño desde que tenía doce años.
-¿Y ahora cuántos tienes?- Pregunta.
-Dieciséis, ¿y tú?
-Dieciocho.
Vaya, es más mayor de lo que pensaba. Parece leer lo que pienso reflejado en mi cara.
-Sorprendida, ¿verdad? Tengo cara de niño y la gente siempre me echa menos edad.
Río.
-¿Y eso es malo o bueno?
-Pues... depende. Es malo cuando quiero entrar a algún sitio para mayores de dieciocho años. Siempre tengo que enseñar el carnet. Pero es bueno para librarme de problemas. Dicen que tengo cara de niño bueno.
-¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?
-Oh, no muy graves. Ya sabes, cuando estás con tus amigos, hacéis alguna tontería y os la cargáis. Nada más.
-¿Y te sueles meter en muchos?
-Depende de lo que entiendas por muchos.
Me mira con una sonrisa misteriosa. Me está gustando este chico, y no se por qué. Quiero seguir hablando con él, de lo que sea. Le pregunto lo primero que se me viene a la cabeza.
-¿Estudias o trabajas?
-Estudio ingeniería, pero en verano trabajo de camarero para ganar algo de dinero.
Tengo que contener la risa al escuchar la palabra “camaguego”
-¿Qué? ¿Te hace gracia mi acento?- Dice divertido- me gustaría oír el tuyo hablando francés.
-Vous allez rire- «Te vas a reír». Efectivamente, lo hace, pero yo también.
-¿Ves? Tu también pronuncias mal cuando hablas en francés.
-¿Tan mal hablo?
-Tu acento es bonito.
Volví a sonrojarme.
-Gracias. Y el tuyo.
-No, mi acento es gracioso. Reconócelo, te has reído.
-Bueno, vale- admito a regañadientes.- Pero que sea gracioso no significa que no sea bonito.
-¿Te digo algo bonito? Tus ojos. Son perfectos.
Eso también me pilla desprevenida, y no puedo evitar sonrojarme. Pero, ¿por qué es así? No me conoce de nada...
-Gracias- murmuro. Nos quedamos un rato callados. Es tan... raro. ¿O debería decir bonito? No lo sé, estoy muy confusa. Pero, ¿por qué estoy confusa? ¡No me gusta! No siento absolutamente nada por el. ¿Verdad? Me empiezo a asustar. No quiero sentir nada por él. Pero eso no se puede evitar...
El silencio empieza a ser incómodo, pero no me atrevo a decir nada. ¿Por qué no me atrevo? ¿Por qué estoy tan nerviosa? No tiene sentido, se controlar mis sentimientos. O, al menos, sé fingir que se controlarlos. Por eso odio enamorarme: el amor es un sentimiento que te hace sentir impotente y torpe, y que te puede destrozar si no es correspondido, lo cual pasa muy a menudo, aunque parezca lo contrario. El amor es un sentimiento odioso. Te deja mirando cualquier punto fijo, te hace parecer mudo. Te metes en tu mundo y no te enteras de nada. Podrías estamparte contra una farola y...
Dejo de pensar al darme cuenta que eso es lo que me está pasando a mi. Yo, que suelo ser muy observadora, ni me he dado cuenta de cuantas calles hemos cruzado ni de cuantas esquinas hemos doblado. ¿Me estaré enamorando? ¿De alguien que ni conozco?
-Solo faltan quince minutos. ¿Me vas a hablar o se te ha comido la lengua el gato?
¡Mierda! ¿Quince minutos? He estado más tiempo del que creía callada. ¿Que va a pensar de mi? ¿Por qué me preocupa lo que piense de mi? ¡Ah! Ahora mismo me odio.
-No, lo siento. Es que estaba pensando en mis cosas.
-Me lo imaginaba, estabas muy abstraída. No hace falta que te disculpes. Mira, allá está la Torre Eiffel.
-Es impresionante...
-¿Verdad? Pues espera a verla de cerca.
Ya atardece y empiezan a encender las farolas. La Torre Eiffel está iluminada y es completamente maravillosa. Sin darme cuenta, acelero el paso. No volvemos a hablar hasta que estamos allí de pie, a los pies de la torre. Espectacular. Asombrosa. Maravillosa. Enigmática. Esas son las palabras perfectas para describirla.
-¿Quieres subir?- Pregunta Joe.
-Por supuesto- respondo.
Nos encaminamos hacia el mirador. Subimos y subimos. Cuando llegamos arriba, la vista es sobrecogedora. Joe se pone a mi lado, los dos estamos apoyados en la barandilla.
-Nunca me cansaré de subir aquí arriba- dice.
-Es perfecto.
Empiezo a sacar fotos a todo, como si mi vida dependiera de ello. Menos mal que llevaba la cámara en el bolso. También le saco unas cuantas a Joe. Después le pedimos a un turista que nos saque una juntos, de recuerdo.
-Yo tendré la foto para recordarte, pero, ¿y tú?- Le digo.
-No te preocupes, te aseguro que nunca te olvidaré.
Siento que me derrito por dentro. Es taaaaan adorable... Le dedico la mejor de mis sonrisas. Nos miramos a los ojos un largo rato.
Nunca olvidaré este momento.
Después, él aparta la vista.
-Se está haciendo tarde, ¿bajamos ya?
-De acuerdo- digo. Algo dentro de mi me grita que haga lo posible para estar más tiempo con él. Lo ignoro.
Bajamos, y una vez bajo, esa parte de mi actúa sin mi permiso.
-¿Te tienes que ir ya?- Digo.
-No tengo por qué. ¿Y tú?
-No tengo por qué.
Me sonríe.
-¿Quieres que demos una vuelta?
Estoy muerta, ha sido un día agotador, pero no puedo evitar decirle que sí. Vamos a un lugar apartado, y nos sentamos en un banco. No sé cómo, todo pasa muy rápido, pero cuando me doy cuenta estamos los dos tumbados en la hierva, muy juntos, mirando el cielo, que está algo nublado, pero también se pueden observar algunas estrellas.
-¿Conoces los cinco secretos de las nubes?- Me dice de improvisto.
-No- contesto- ¿cuáles son?
-Primero: Antes de nacer, crean otro ser para ti. Sin este ser, no puedes vivir, sientes que te falta algo. Lo necesitas. Segundo: siempre te observan y te evalúan. Te hacen pruebas constantemente. Quieren saber lo que vales. A veces, te dicen lo que tienes que hacer. Es tu decisión oírles o no. Tercero: Si vales lo suficiente, te hacen regalos. Un coche, una casa, un trabajo... enamorarte. El valor y la duración de este regalo depende de lo que valgas, el mayor regalo es ese ser del primer secreto. Cuarto: tienen sentimientos. Si les ignoras constantemente, se vengan. Te hacen sufrir. Y quinto: cantan. Siempre están cantando. Te cantan en el oído, cantan tu vida, tu futuro o tu pasado. Existen personas capaces de oír estos cantos. La gente acostumbra a llamarlos videntes. Hay mucha gente que no cree en estas cosas. Eso le duele a las nubes. Como castigo, les hacen sufrir.
»Por lo tanto, la gente que cree que nada es imposible es más feliz. En parte porque las nubes les quieren, y en parte porque tienen un espíritu luchador que nunca se rinde, que hace que consiga lo que se propone, siempre y cuando las nubes se lo permitan. Esto también conlleva a hacerles mejores personas, pues valoran más el esfuerzo, por lo que las nubes les regalan más cosas, más duraderas y más valiosas, por lo que su felicidad aumenta. Pero, claro, tampoco debes obsesionarte.
»Conclusión: si sabes cuando rendirte eres incalculablemente más feliz que alguien que tira la toalla a la mínima.
Al principio he pensado que estaba loco. Después, he visto que tenía toda la razón del mundo. No suelo tirar la toalla, pero, después de esto, va a ser prácticamente imposible que lo haga. Pero sin obsesionarme. ¿Cómo sé si me estoy obsesionando? Bueno, da igual. Es una buena metáfora, la podría usar para alguna de mis historias.
-¿Dónde has aprendido eso?- Pregunto.
-Lo leí en un libro.
-¿En cual?
-No recuerdo el título, lo siento.
-No importa. ¿Qué hora es?
-Las once y media- contesta mirando su reloj.- ¿No deberíamos irnos ya?
-Sí- admito, muy a mi pesar. Ojalá fuera más temprano.
-Voy a llamar un taxi. ¿Quieres que te acompañe a casa?
-Sí, muchas gracias- las palabras salen de mi boca sin pedir permiso. Debería haber dicho que no, Joe ya ha hecho mucho por mi. Soy una egoísta. Pero, en el fondo, quiero estar más tiempo con él; parece que solo ha pasado media hora desde que me ha tirado el helado encima.
Coge su móvil y pide un taxi, que llega en cinco minutos.
-No te preocupes pequeña, en unos veinte minutos estaremos allí. ¿Te importa que te llame así?
-No- le sonrío. En realidad, me parece encantador.
-Nunca olvidaré esta tarde, pequeña.
-Ni yo, no lo dudes.- De verdad creo que nunca olvidaré esta tarde. ¿Y si él es el ser con el que las nubes me han predestinado? No, pensar eso es demasiado precipitado.
Ahora que caigo, ¿Y Dianne? La he dejado sola todo el día, me siento fatal. Espero que no se haya enfadado. ¿Es muy egoísta esperarlo? Es mi mejor amiga, y la he dejado por un chico al que ni conozco.
Pero en el fondo no me arrepiento. Hoy ha sido uno de los mejores días de mi vida. A parte, ha decidido ella marcharse, no es culpa mía; pero lo ha hecho por educación y para dejarnos intimidad. Ay, estoy hecha un lío. ¿Se habrá sentido muy sola? ¿Estará despierta? ¿Me hablará?
-Estás muy callada, ¿te pasa algo?- Pregunta Joe.
-No, no es nada, pero gracias por preguntar- miento.
-No tienes por qué darme las gracias- le sonrío.
El taxista aparca a unas pocas calles del hotel. Bajamos y Joe le paga.
-¿Quieres que te de la mitad del dinero del taxi?- Pregunto sacando la cartera.
-Oh, no, descuida. Yo invito, ¿recuerdas?
-Gracias.
-No me las des, vale la pena por haberte conocido y por haber pasado una tarde entera junto a ti.
Otra vez consigue sacarme los olores y acelerarme el corazón.
-A sido maravilloso- le aseguro. No quiero que piense que para mí ha sido todo una pérdida de tiempo, de verdad que me ha encantado.
Recorremos lo poco que queda hasta el hotel en silencio. Cuando llegamos, Joe me dice:
-Buenas noches pequeña. Que las nubes te canten cosas tan hermosas como tú, si es posible.
-Muchísimas gracias- le digo con el corazón a cien- igualmente.
Nos despedimos con dos besos y subo a la habitación.

Abro lentamente, preocupada por el estado de ánimo en el que pueda encontrar a Dianne. Pero en cuanto abro, salta delante de mi y me acribilla a preguntas:
-¿Qué tal? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde habéis estado? ¿Qué habéis hecho? ¿Te gusta? ¿Habéis hablado mucho? ¿Tienes su número? ¿Habéis quedado? ¿Te ha acompañado hasta aquí? ¿Cómo te ha tratado?
¡Oh, no! Se me ha olvidado completamente pedirle su número o su dirección. ¿Qué voy a hacer ahora? No consigo sacármelo de la cabeza.
-Eh, tranquila. Ahora te lo cuento todo.
Se lo cuento con pelos y señales, y ella no me interrumpe en ningún momento.
-¡Oh, es precioso!- Exclama cuando termino.- ¿Habéis quedado ya?
-No, se me ha olvidado pedirle su número o su dirección.
-Pues vaya...
-Pero no importa- digo quitándole importancia- voy a estar contigo, por eso he hecho este viaje.
Parece decepcionada, pero no dice nada.
-Estoy muerta, ¿nos vamos a la cama?- Pregunto.
-Vamos. Buenas noches Ana.
-Buenas noches Dianne.
Me acuesto y me tapo con la manta. Aunque no puedo dar ni un paso más, no consigo dormirme. Me quedo mirando el techo, pensando. Pasa el tiempo y sigo despierta; echo demasiado de menos a Joe.
Que las nubes te cantes cosas tan hermosas como tú”
Al fin, consigo dormirme, mientras esta frase me da vueltas en la cabeza y poco a poco se grava a fuego en mi corazón.

A la mañana siguiente, Dianne y yo nos vestimos y nos vamos a dar una vuelta. Vamos charlando entretenidamente, hasta que giramos una esquina y un gran ajetreo nos llama la atención a las dos.
Hay muchísima gente, varias cámaras y periodistas, ambulancias y coches patrulla.
Entre el mar de gente, veo a Joe.
-¡Joe!- Le llamo. Él me ve y viene hacia nosotras.
-Vámonos- pide.
-¿Por qué? ¿Qué ha pasado?- Pregunta Dianne.
-No lo sé, pero me agobia que haya tanta gente. Por favor, ¿podemos irnos?
-Vale- contesto.
Los tres nos alejamos de la multitud.
-Bueno, supongo que mañana lo veremos en las noticias- dice Dianne. Me da la sensación de que Joe se pone pálido. Bah, imaginaciones mías. Damos unas vueltas por las ciudad y después paramos en un bar a tomar algo. Dianne se pide un helado de fresa, yo uno de vainilla y Joe uno de chocolate. Están deliciosos.
Cuando terminamos, Joe se convierte en nuestro improvisado guía turístico. No se le da nada mal.

Nos está enseñando una hermosa fuente cuando escucho parte de una conversación que mantienen dos hombres ya de cierta edad.
-Aún no han atrapado al asesino.
-¡No me lo puedo creer! Con lo tranquilas que son estas calles... ¡Y asesinan a un joven! Pero, lo peor, es que los que dicen que vieron al asesino, aseguran que es aún más joven que el muerto.
-Vamos, ya hemos acabado de ver todo aquí- dice Joe, impidiéndome escuchar lo que le contesta el otro.
-Espera que saque unas fotos- le digo.
-No- dice, lanzando miradas a los dos hombres a los que les estaba espiando la conversación- no vale la pena- se apresura a decir, y echa a andar antes de que Dianne o yo podamos replicar.
-Qué raro es- me susurra Dianne al oído. Decido no contestarle.
Seguimos un par de horas más visitando la ciudad y sacando fotos, cuando, de repente, oímos la sirena de un coche policía.
-¿Creéis que siguen con el caso de antes?- Les pregunto a Dianne y a Joe.
-No lo sé- contesta Joe.- Venid, por aquí.
Empieza a andar en la dirección contraria a la que viene el coche.
-Espera- dice Dianne.- Quiero visitar esa plaza de allá, es preciosa.- Señala hacia el lado opuesto en el que Joe avanza.
-No- dice éste. Pero, antes de volver a andar, tenemos el coche a escasos metros, y Joe se esconde tras una pared. Después, empieza a andar hacia donde se dirigía antes, sin esperarnos. Pero no le dejo ir muy lejos.
Con el corazón latiéndome con fuerza, le agarro del brazo y la arrastro hasta un lugar apartado.
-¿Qué?- Me pregunta son brusquedad.
-Joe- hablo con cuidado, buscando las palabras correctas.- Joe, tú...
-¿Si?
-¿Tú mataste a aquel chico?
Me mira con seriedad. Con una seriedad que sobrepasa lo normal. Siento que me cuesta respirar.
-Ana, yo te amo, ¿lo sabes? Desde el primer momento en el que te vi. Desde el primer momento en el que escuché tu voz.- No se por qué, sé que dice la verdad. Pero le ignoro.
-¿Fuiste tú?- Repito con violencia, pero sin chillar. Pasan unos segundos que me parecen eternos. Finalmente, contesta:
-Sí.

2 comentarios:

  1. ¡Es precioso¡ No puedo esperar a que saques la tercera parte, sobretodo con la intriga. Sigue así.

    ResponderEliminar