No puedo
parar de mirar por la ventanilla, no hay nubes y las vistas son
espectaculares. Dianne y yo no paramos de hablar en todo el trayecto
sobre lo que vamos a hacer en cuanto lleguemos a Francia. Entre una
cosa y otra, antes de que me de cuenta estamos aterrizando.
Cuando el
avión aterriza, vamos al aeropuerto y cogemos nuestras maletas.
Una vez en la
calle, no puedo permitirme parpadear: es todo impresionante,
precioso. Necesito empaparme de todo aquello, no olvidarlo jamás.
Estoy en París. Siento que una lágrima me recorre la mejilla de
pura emoción.
Cuando me
quiero dar cuenta, Dianne ya está sacando fotos; no puedo esperar a
imitarla.
Sacamos fotos
y más fotos, damos vueltas y más vueltas, nos perdemos, tenemos que
preguntar la dirección unas cuatro veces. Al cabo de dos horas,
llegamos al hotel.
Nos alojamos
en la cuarta planta, la última. Nuestro cuarto se compone de una
pequeña cocina, el salón, un cuarto de baño, dos habitaciones y
una pequeña terraza con vistas asombrosas. Yo elijo una habitación
con dos enormes ventanas y un pequeño balcón, que están en el
extremo derecho de la habitación. Al extremo izquierdo, hay una
cama, y, entre la cama y las ventanas, una gran estantería vacía.
Enfrente de esta, en la otra pared, hay un escritorio; al lado, un
armario.
Guardo mis
cosas rápidamente y salgo a buscar a Dianne, que está en el salón
cotilleando todo.
-Oye fea,
¿nos vamos a algún restaurante?- Le pregunto con cariño.
-Si por
favor, estoy muerta de hambre.
Cogemos
dinero y vamos dando vueltas hasta que encontramos un restaurante que
tiene buena pinta. Se llama Fleur de Minuit «Flor de
Medianoche». Es un buffet libre y todo tiene una pinta
estupenda. Cojo un poco de pan, una extraña carne a la canela y
gambas al ajillo. Riquísimo.
Como yo nunca
he sido de comer mucho y esa carne llena de verdad, no cojo segundo
plato, directamente fruta y un helado. Cuando estoy volviendo a la
mesa con la tarrina de helado, un chico se choca conmigo y me lo tira
encima, ensuciándome toda la camisa.
-¡Mierda!-
Exclamo.
-Le
pardon!- Se disculpa él.
-Podrías
tener más cuidado- le espeto, olvidándome de que estoy en Francia,
y no en España.
-Perdón-
repite, esta vez en español, pero con un marcado acento francés.-
¿Puedo invitarte a algo para que me perdones?
Por encima
del hombro del desconocido, veo a Dianne diciéndome que diga que si.
Me esfuerzo por contener la risa.
-Bueno- digo-
solo porque hoy estoy de bueno humor. El chico me sonríe. Tiene un
rebelde pelo negro, los ojos color miel y una piel pálida. Es alto,
me saca un palmo.
-Gracias.
Me acompaña
hasta la mesa, donde Dianne me espera, sonriente. Los tres nos vamos
al hotel.
-Enseguida
bajo- digo cuando llegamos.
Subo y me
pongo la primera camiseta que encuentro, blanca y sencilla, pero
bonita.
Bajo y ahí
están Dianne y el chico, charlando.
Ahora que
caigo, no se como se llama.
-Ya estoy-
digo. Me giro hacia el chico- Me llamo Ana, ¿y tú?
-Yo soy Joe.
-Encantada-
le sonrío.
-Igualmente-
me devuelve la sonrisa.
-Me tengo que
ir- dice de improvisto Dianne.- Tengo cosas que hacer, lo siento.
Sé que no
tiene nada que hacer, pero lo dice para dejarnos solos a Joe y a mi.
No sé por qué, pero no intento retenerla.
-Adiós- me
despido.
-Adiós- Joe
también se despide.
-Hasta luego-
dice Dianne, y se va.
Cuando ya se
ha ido, Joe me pregunta:
-Y, bueno,
¿te apetece hacer algo?
-Me gustaría
visitar un poco la ciudad, acabo de llegar.
-Perfecto,
¿cuánto tempo estarás aquí?
-No lo sé,
más o menos un mes. También queremos visitar Roma y Pisa.
-Vaya, ¿solo
podré disfrutar de tu compañía un mes?
Me sonrojo y
le sonrío, eso no me lo esperaba.
-Venga, no
digas tonterías,- le digo- me acabas de conocer.
-Pero sé
reconocer a una buena mujer cuando la veo.
Se me acelera
el corazón. ¿Por qué? No me gusta.
-¿Quieres ir
a la Torre Eiffel? Se puede ir andando, en metro, en autobús
o en taxi, ¿qué prefieres? Yo invito.
-¿Cuándo se
tarda andando?
-Una hora y
diez minutos, pero se da un bonito paseo. En autobús se tardan
cuarenta minutos aproximadamente, en metro media hora, y en taxi unos
veinte minutos. ¿Qué te apetece?
-No quiero
hacerte pagar, ¿un paseo?
-Estaba
deseando que dijeras eso. Así pasaré más tiempo contigo.
Le sonrío.
Es tan adorable... pero no me fío. ¿Por qué me dice eso, si me
acaba de conocer? Aunque tal vez solo esté siendo amable. Sí, será
eso. A veces soy demasiado desconfiada.
Me guía por
una calle grande y luminosa, rebosante de gente.
-¿Cuándo
aprendiste español?- Le pregunto.
-Quería
viajar a España y me apunté a unas clases. Aún espero el viaje.
-Vaya,
pensarás que ha sido una pérdida de tiempo, ¿no?
-No, para
nada. Me gusta aprender, y el idioma es precioso.
-Gracias. A
mi también me gusta el francés.
-¿Cuándo lo
aprendiste?
-Llevo unos
años estudiando-digo– solo para este viaje.
-Te hacía
mucha ilusión venir, ¿verdad?
Asiento.
-Es mi sueño
desde que tenía doce años.
-¿Y ahora
cuántos tienes?- Pregunta.
-Dieciséis,
¿y tú?
-Dieciocho.
Vaya, es más
mayor de lo que pensaba. Parece leer lo que pienso reflejado en mi
cara.
-Sorprendida,
¿verdad? Tengo cara de niño y la gente siempre me echa menos edad.
Río.
-¿Y eso es
malo o bueno?
-Pues...
depende. Es malo cuando quiero entrar a algún sitio para mayores de
dieciocho años. Siempre tengo que enseñar el carnet. Pero es bueno
para librarme de problemas. Dicen que tengo cara de niño bueno.
-¿Problemas?
¿Qué clase de problemas?
-Oh, no muy
graves. Ya sabes, cuando estás con tus amigos, hacéis alguna
tontería y os la cargáis. Nada más.
-¿Y te
sueles meter en muchos?
-Depende de
lo que entiendas por muchos.
Me mira con
una sonrisa misteriosa. Me está gustando este chico, y no se por
qué. Quiero seguir hablando con él, de lo que sea. Le pregunto lo
primero que se me viene a la cabeza.
-¿Estudias o
trabajas?
-Estudio
ingeniería, pero en verano trabajo de camarero para ganar algo de
dinero.
Tengo que
contener la risa al escuchar la palabra “camaguego”
-¿Qué? ¿Te
hace gracia mi acento?- Dice divertido- me gustaría oír el tuyo
hablando francés.
-Vous
allez rire- «Te vas a reír». Efectivamente, lo hace, pero yo
también.
-¿Ves? Tu
también pronuncias mal cuando hablas en francés.
-¿Tan mal
hablo?
-Tu acento es
bonito.
Volví a
sonrojarme.
-Gracias. Y
el tuyo.
-No, mi
acento es gracioso. Reconócelo, te has reído.
-Bueno, vale-
admito a regañadientes.- Pero que sea gracioso no significa que no
sea bonito.
-¿Te digo
algo bonito? Tus ojos. Son perfectos.
Eso también
me pilla desprevenida, y no puedo evitar sonrojarme. Pero, ¿por qué
es así? No me conoce de nada...
-Gracias-
murmuro. Nos quedamos un rato callados. Es tan... raro. ¿O debería
decir bonito? No lo sé, estoy muy confusa. Pero, ¿por qué estoy
confusa? ¡No me gusta! No siento absolutamente nada por el. ¿Verdad?
Me empiezo a asustar. No quiero sentir nada por él. Pero eso no se
puede evitar...
El silencio
empieza a ser incómodo, pero no me atrevo a decir nada. ¿Por qué
no me atrevo? ¿Por qué estoy tan nerviosa? No tiene sentido, se
controlar mis sentimientos. O, al menos, sé fingir que se
controlarlos. Por eso odio enamorarme: el amor es un sentimiento que
te hace sentir impotente y torpe, y que te puede destrozar si no es
correspondido, lo cual pasa muy a menudo, aunque parezca lo
contrario. El amor es un sentimiento odioso. Te deja mirando
cualquier punto fijo, te hace parecer mudo. Te metes en tu mundo y no
te enteras de nada. Podrías estamparte contra una farola y...
Dejo de
pensar al darme cuenta que eso es lo que me está pasando a mi. Yo,
que suelo ser muy observadora, ni me he dado cuenta de cuantas calles
hemos cruzado ni de cuantas esquinas hemos doblado. ¿Me estaré
enamorando? ¿De alguien que ni conozco?
-Solo faltan
quince minutos. ¿Me vas a hablar o se te ha comido la lengua el
gato?
¡Mierda!
¿Quince minutos? He estado más tiempo del que creía callada. ¿Que
va a pensar de mi? ¿Por qué me preocupa lo que piense de mi? ¡Ah!
Ahora mismo me odio.
-No, lo
siento. Es que estaba pensando en mis cosas.
-Me lo
imaginaba, estabas muy abstraída. No hace falta que te disculpes.
Mira, allá está la Torre Eiffel.
-Es
impresionante...
-¿Verdad?
Pues espera a verla de cerca.
Ya atardece y
empiezan a encender las farolas. La Torre Eiffel está
iluminada y es completamente maravillosa. Sin darme cuenta, acelero
el paso. No volvemos a hablar hasta que estamos allí de pie, a los
pies de la torre. Espectacular. Asombrosa. Maravillosa. Enigmática.
Esas son las palabras perfectas para describirla.
-¿Quieres
subir?- Pregunta Joe.
-Por
supuesto- respondo.
Nos
encaminamos hacia el mirador. Subimos y subimos. Cuando llegamos
arriba, la vista es sobrecogedora. Joe se pone a mi lado, los dos
estamos apoyados en la barandilla.
-Nunca me
cansaré de subir aquí arriba- dice.
-Es perfecto.
Empiezo a
sacar fotos a todo, como si mi vida dependiera de ello. Menos mal que
llevaba la cámara en el bolso. También le saco unas cuantas a Joe.
Después le pedimos a un turista que nos saque una juntos, de
recuerdo.
-Yo tendré
la foto para recordarte, pero, ¿y tú?- Le digo.
-No te
preocupes, te aseguro que nunca te olvidaré.
Siento que me
derrito por dentro. Es taaaaan adorable... Le dedico la mejor de mis
sonrisas. Nos miramos a los ojos un largo rato.
Nunca
olvidaré este momento.
Después, él
aparta la vista.
-Se está
haciendo tarde, ¿bajamos ya?
-De acuerdo-
digo. Algo dentro de mi me grita que haga lo posible para estar más
tiempo con él. Lo ignoro.
Bajamos, y
una vez bajo, esa parte de mi actúa sin mi permiso.
-¿Te tienes
que ir ya?- Digo.
-No tengo por
qué. ¿Y tú?
-No tengo por
qué.
Me sonríe.
-¿Quieres
que demos una vuelta?
Estoy muerta,
ha sido un día agotador, pero no puedo evitar decirle que sí. Vamos
a un lugar apartado, y nos sentamos en un banco. No sé cómo, todo
pasa muy rápido, pero cuando me doy cuenta estamos los dos tumbados
en la hierva, muy juntos, mirando el cielo, que está algo nublado,
pero también se pueden observar algunas estrellas.
-¿Conoces
los cinco secretos de las nubes?- Me dice de improvisto.
-No-
contesto- ¿cuáles son?
-Primero:
Antes de nacer, crean otro ser para ti. Sin este ser, no puedes
vivir, sientes que te falta algo. Lo necesitas. Segundo: siempre te
observan y te evalúan. Te hacen pruebas constantemente. Quieren
saber lo que vales. A veces, te dicen lo que tienes que hacer. Es tu
decisión oírles o no. Tercero: Si vales lo suficiente, te hacen
regalos. Un coche, una casa, un trabajo... enamorarte. El valor y la
duración de este regalo depende de lo que valgas, el mayor regalo es
ese ser del primer secreto. Cuarto: tienen sentimientos. Si les
ignoras constantemente, se vengan. Te hacen sufrir. Y quinto: cantan.
Siempre están cantando. Te cantan en el oído, cantan tu vida, tu
futuro o tu pasado. Existen personas capaces de oír estos cantos. La
gente acostumbra a llamarlos videntes. Hay mucha gente que no cree en
estas cosas. Eso le duele a las nubes. Como castigo, les hacen
sufrir.
»Por lo
tanto, la gente que cree que nada es imposible es más feliz. En
parte porque las nubes les quieren, y en parte porque tienen un
espíritu luchador que nunca se rinde, que hace que consiga lo que se
propone, siempre y cuando las nubes se lo permitan. Esto también
conlleva a hacerles mejores personas, pues valoran más el esfuerzo,
por lo que las nubes les regalan más cosas, más duraderas y más
valiosas, por lo que su felicidad aumenta. Pero, claro, tampoco debes
obsesionarte.
»Conclusión:
si sabes cuando rendirte eres incalculablemente más feliz que
alguien que tira la toalla a la mínima.
Al principio
he pensado que estaba loco. Después, he visto que tenía toda la
razón del mundo. No suelo tirar la toalla, pero, después de esto,
va a ser prácticamente imposible que lo haga. Pero sin obsesionarme.
¿Cómo sé si me estoy obsesionando? Bueno, da igual. Es una buena
metáfora, la podría usar para alguna de mis historias.
-¿Dónde has
aprendido eso?- Pregunto.
-Lo leí en
un libro.
-¿En cual?
-No recuerdo
el título, lo siento.
-No importa.
¿Qué hora es?
-Las once y
media- contesta mirando su reloj.- ¿No deberíamos irnos ya?
-Sí- admito,
muy a mi pesar. Ojalá fuera más temprano.
-Voy a llamar
un taxi. ¿Quieres que te acompañe a casa?
-Sí, muchas
gracias- las palabras salen de mi boca sin pedir permiso. Debería
haber dicho que no, Joe ya ha hecho mucho por mi. Soy una egoísta.
Pero, en el fondo, quiero estar más tiempo con él; parece que solo
ha pasado media hora desde que me ha tirado el helado encima.
Coge su móvil
y pide un taxi, que llega en cinco minutos.
-No te
preocupes pequeña, en unos veinte minutos estaremos allí. ¿Te
importa que te llame así?
-No- le
sonrío. En realidad, me parece encantador.
-Nunca
olvidaré esta tarde, pequeña.
-Ni yo, no lo
dudes.- De verdad creo que nunca olvidaré esta tarde. ¿Y si él es
el ser con el que las nubes me han predestinado? No, pensar eso es
demasiado precipitado.
Ahora que
caigo, ¿Y Dianne? La he dejado sola todo el día, me siento fatal.
Espero que no se haya enfadado. ¿Es muy egoísta esperarlo? Es mi
mejor amiga, y la he dejado por un chico al que ni conozco.
Pero en el
fondo no me arrepiento. Hoy ha sido uno de los mejores días de mi
vida. A parte, ha decidido ella marcharse, no es culpa mía; pero lo
ha hecho por educación y para dejarnos intimidad. Ay, estoy hecha un
lío. ¿Se habrá sentido muy sola? ¿Estará despierta? ¿Me
hablará?
-Estás muy
callada, ¿te pasa algo?- Pregunta Joe.
-No, no es
nada, pero gracias por preguntar- miento.
-No tienes
por qué darme las gracias- le sonrío.
El taxista
aparca a unas pocas calles del hotel. Bajamos y Joe le paga.
-¿Quieres
que te de la mitad del dinero del taxi?- Pregunto sacando la cartera.
-Oh, no,
descuida. Yo invito, ¿recuerdas?
-Gracias.
-No me las
des, vale la pena por haberte conocido y por haber pasado una tarde
entera junto a ti.
Otra vez
consigue sacarme los olores y acelerarme el corazón.
-A sido
maravilloso- le aseguro. No quiero que piense que para mí ha sido
todo una pérdida de tiempo, de verdad que me ha encantado.
Recorremos lo
poco que queda hasta el hotel en silencio. Cuando llegamos, Joe me
dice:
-Buenas
noches pequeña. Que las nubes te canten cosas tan hermosas como tú,
si es posible.
-Muchísimas
gracias- le digo con el corazón a cien- igualmente.
Nos
despedimos con dos besos y subo a la habitación.
Abro
lentamente, preocupada por el estado de ánimo en el que pueda
encontrar a Dianne. Pero en cuanto abro, salta delante de mi y me
acribilla a preguntas:
-¿Qué tal?
¿Qué ha pasado? ¿Dónde habéis estado? ¿Qué habéis hecho? ¿Te
gusta? ¿Habéis hablado mucho? ¿Tienes su número? ¿Habéis
quedado? ¿Te ha acompañado hasta aquí? ¿Cómo te ha tratado?
¡Oh, no! Se
me ha olvidado completamente pedirle su número o su dirección. ¿Qué
voy a hacer ahora? No consigo sacármelo de la cabeza.
-Eh,
tranquila. Ahora te lo cuento todo.
Se lo cuento
con pelos y señales, y ella no me interrumpe en ningún momento.
-¡Oh, es
precioso!- Exclama cuando termino.- ¿Habéis quedado ya?
-No, se me ha
olvidado pedirle su número o su dirección.
-Pues vaya...
-Pero no
importa- digo quitándole importancia- voy a estar contigo, por eso
he hecho este viaje.
Parece
decepcionada, pero no dice nada.
-Estoy
muerta, ¿nos vamos a la cama?- Pregunto.
-Vamos.
Buenas noches Ana.
-Buenas
noches Dianne.
Me acuesto y
me tapo con la manta. Aunque no puedo dar ni un paso más, no consigo
dormirme. Me quedo mirando el techo, pensando. Pasa el tiempo y sigo
despierta; echo demasiado de menos a Joe.
“Que las
nubes te cantes cosas tan hermosas como tú”
Al fin,
consigo dormirme, mientras esta frase me da vueltas en la cabeza y
poco a poco se grava a fuego en mi corazón.
A la mañana
siguiente, Dianne y yo nos vestimos y nos vamos a dar una vuelta.
Vamos charlando entretenidamente, hasta que giramos una esquina y un
gran ajetreo nos llama la atención a las dos.
Hay muchísima
gente, varias cámaras y periodistas, ambulancias y coches patrulla.
Entre el mar
de gente, veo a Joe.
-¡Joe!- Le
llamo. Él me ve y viene hacia nosotras.
-Vámonos-
pide.
-¿Por qué?
¿Qué ha pasado?- Pregunta Dianne.
-No lo sé,
pero me agobia que haya tanta gente. Por favor, ¿podemos irnos?
-Vale-
contesto.
Los tres nos
alejamos de la multitud.
-Bueno,
supongo que mañana lo veremos en las noticias- dice Dianne. Me da la
sensación de que Joe se pone pálido. Bah, imaginaciones mías.
Damos unas vueltas por las ciudad y después paramos en un bar a
tomar algo. Dianne se pide un helado de fresa, yo uno de vainilla y
Joe uno de chocolate. Están deliciosos.
Cuando
terminamos, Joe se convierte en nuestro improvisado guía turístico.
No se le da nada mal.
Nos está
enseñando una hermosa fuente cuando escucho parte de una
conversación que mantienen dos hombres ya de cierta edad.
-Aún no han
atrapado al asesino.
-¡No me lo
puedo creer! Con lo tranquilas que son estas calles... ¡Y asesinan a
un joven! Pero, lo peor, es que los que dicen que vieron al asesino,
aseguran que es aún más joven que el muerto.
-Vamos, ya
hemos acabado de ver todo aquí- dice Joe, impidiéndome escuchar lo
que le contesta el otro.
-Espera que
saque unas fotos- le digo.
-No- dice,
lanzando miradas a los dos hombres a los que les estaba espiando la
conversación- no vale la pena- se apresura a decir, y echa a andar
antes de que Dianne o yo podamos replicar.
-Qué raro
es- me susurra Dianne al oído. Decido no contestarle.
Seguimos un
par de horas más visitando la ciudad y sacando fotos, cuando, de
repente, oímos la sirena de un coche policía.
-¿Creéis
que siguen con el caso de antes?- Les pregunto a Dianne y a Joe.
-No lo sé-
contesta Joe.- Venid, por aquí.
Empieza a
andar en la dirección contraria a la que viene el coche.
-Espera- dice
Dianne.- Quiero visitar esa plaza de allá, es preciosa.- Señala
hacia el lado opuesto en el que Joe avanza.
-No- dice
éste. Pero, antes de volver a andar, tenemos el coche a escasos
metros, y Joe se esconde tras una pared. Después, empieza a andar
hacia donde se dirigía antes, sin esperarnos. Pero no le dejo ir muy
lejos.
Con el
corazón latiéndome con fuerza, le agarro del brazo y la arrastro
hasta un lugar apartado.
-¿Qué?- Me
pregunta son brusquedad.
-Joe- hablo
con cuidado, buscando las palabras correctas.- Joe, tú...
-¿Si?
-¿Tú
mataste a aquel chico?
Me mira con
seriedad. Con una seriedad que sobrepasa lo normal. Siento que me
cuesta respirar.
-Ana, yo te
amo, ¿lo sabes? Desde el primer momento en el que te vi. Desde el
primer momento en el que escuché tu voz.- No se por qué, sé que
dice la verdad. Pero le ignoro.
-¿Fuiste
tú?- Repito con violencia, pero sin chillar. Pasan unos segundos que
me parecen eternos. Finalmente, contesta:
-Sí.
¡Es precioso¡ No puedo esperar a que saques la tercera parte, sobretodo con la intriga. Sigue así.
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias! Intentaré tenerla pronto <3
Eliminar